Nos acercamos lentamente a la ventana de una habitación cualquiera, en una ciudad cualquiera. Vemos un sofá de color café mate, con borlas en los brazales y arañazos de gato en los lados. Vemos a dos gatos durmiendo plácidamente, acurrucados como yingyang. Las luces apagadas, solo la luz de la luna entra desde una delgada abertura en el techo.
Nos ponemos de pie como espectros en esta habitación, nadie nos ve, nadie sabe que estamos aquí, pero aún así nos sentimos intrusos en este microcosmos de la sala de estar. Vemos pelo de gato flotando en el aire, estamos inmóviles. Miramos a los gatos detenidamente, uno de ellos es gris con manchas negras, algo viejo y de rostro agotado. El otro es una gata, color blanco con manchas naranja, que a su vez tienen rayas grises. Su respiración es queda y pausada.
Todas las noches aparecemos en esta sala, en este pequeño rincón del universo. Todas las noches nos quedamos fijos, inmóviles. Sentimos que estamos tomados de la mano, pero no hay señal de mayor movimiento, somos intrusos en este ambiente. Conforme avanza la luna hasta su zenit, el ambiente se comienza a cargar. Cada uno de aquellos pelos de gato en el aire se ilumina, todo adquiere un brillo acuático, femenino, armónico.
Como habiendo subiendo una cumbre, nos sentimos agotados de estar en el equilibrio de la luna, pues esta comienza a retomar su rumbo para dar cabida a la mañana, y así como fuimos apareciendo, nos vamos desvaneciendo conforme la luz disminuye, llegando a la máxima obscuridad para luego recibir a la estrella máxima en todo su esplendor.
Sentimos conforme el sol se acerca, que nuestras extremidades se acortan, nuestra espalda se alarga y se vuelve móvil, nuestros músculos y sentidos se agudizan. Sentimos calor a todo nuestro alrededor, nuestro cuerpo acurrucado al calor conservado durante la experiencia lunar.
Al amanecer abrimos nuestros ojos, nos levantamos, vamos por un trago de agua y algo de comer, nos aseamos cuidadosamente, tal vez solos, tal vez el uno al otro. Nos volvemos a recostar y cerramos los ojos. Esta vez no hay encanto lunar, pues el sol está arriba iluminando las pasiones, deteniendo su proceder, pues solo en la obscuridad se haya la verdadera pasión.
Volvemos a despertar, estiramos la espalda y cada uno de nuestros músculos en un solo movimiento. Pasamos el día recorriendo el hogar, explorando cada centímetro en busca de cosas nuevas aunque sabemos que lo conocemos todo, nunca recordando los sucesos lunares, pero siempre ansiando la caída del velo negro que nos da la paz.
Toda la magia, toda sucede, toda en ese espacio, ese microcosmos al rededor del sofá, en la noche y con las luces apagadas.