Los siento.
Cada noche antes de dormir los siento andar por mi ventana, a veces la tocan levemente, para que piense que son un bicho, o un mugre cayendo de los árboles, o el viento incluso. Pero no, yo sé que son ellos haciéndome jugarretas.
Lo sé porque mi papá me contó sobre ellos. Una vez que iba un tanto borracho bajando desde la circunvalar por el parque nacional. Eran las tres y pico de la mañana y no había nadie. Ni siquiera los jíbaros ni los ladrones.
Sintió algo que lo empujó. Un empujoncito suave, leve, pero dado su estado de equilibrio se fue rodando cuesta abajo hasta dar con uno de los árboles. Fue entonces cuando se encontró un viejito sentado, tenía una pequeña fogata a sus pies, tan pequeña que ni siquiera estaba seguro si daba algo de calor, pero iluminaba su rostro. Era arrugado, sucio y barbado, pero no tenía aspecto de indigente.
Mi padre se asustó un poco, pero entonces escuchó:
-Venga, yo le regalo un poquito, pero no le diga a nadie, venga mijo.
Y sin poder controlarse, lo invadió una terrible sed. Se acercó al viejo, se sentó a su lado y este sacó una copita de cerámica y un botellón de vidrio. A lo lejos se escuchaban los autos pasar por la séptima.
El anciano vertió un líquido color plateado transparente en la copa, emitía un brillo azulado, lunar, tenue.
-Mijo, no le de miedo. Ya lo verá, hágale pues, no se haga de rogar.
En ese momento, la sed cobró energía y ardor, el estómago le dolía, la garganta le escocía. Se llevó la copita a los labios y, al entrar en contacto con la primera gota, dos gotas, un sorbo, entonces los vio. Eran brillantes, oscuros, pálidos, o grandes como elefantes, pequeños como un gato, alargados, geométricos o informes, de miles de colores, y estaban en todos lados. En las ramas, escurriéndose como serpientes por el suelo, volando y escabulléndose entre las copas de los árboles del parque.
Conforme avanzaba con su copita, el viejo le decía cosas en un idioma que no entendía, no sabía si por ser de otro país, o por estar muy borracho. El licor entraba frío, fresco, aromático, y sin embargo las cosas a su alrededor no cobraban sentido, sino que lo iban perdiendo poco a poco. Las luces de aquellas cosas eran cada vez más brillantes, el suelo era cada vez menos sólido, y sin embargo tenía total claridad.
Al beberse el último sorbo, mi padre entonces cerró los ojos.
Al volverlos a abrir estaba en una silla del parque, eran las 6 am y los vendedores de jugo de naranja recién habían abierto sus puestos. Se acercó a uno de los vendedores más ancianos y le preguntó sobre aquel anciano raro.
-Eso que usté bebió fue Alajón, pero ese viejo está muerto. Le daría guascas pa que se le quite rápido y no lo vayan a fregar esta noche, pero se me acabaron. Vaya y tómese un ajiaco, hasta dos, y échele harto limón. No vuelva a hablar de ese viejo por acá, que lo peor que puede haber en este parque no son los ladrones. Ojo pues.
Eso es lo único que me contó mi padre sobre ese día. Pero tengo la ligera sospecha de que mi padre no hizo caso, no se tomó esos ajiacos, porque en las noches vienen a visitarme. Brillantes, pálidos, geométricos, informes. Me invitan a que les abra la ventana, como un muchacho tirando piedritas a la ventana de su amada, pero siempre les he tenido miedo.
Un día la señora del aseo dejó abierta la ventana de mi cuarto, y cuando cayó la noche los escuché llegar. El único que alcanzó a entrar antes de darme cuenta de la ventana fue una gota. Se pegó al techo y esperó. Yo, inmóvil en mi cama, me le quedé mirando. Brillaba azulada, aguamarina, y mi habitación se inundó de un olor a sal.
Mi teléfono sonó, desvié la mirada y la gota cayó en mi cabeza, rodó hasta mi frente y se quedó ahí.
Luego la puerta se abrió.
Las palmas de las manos se me calentaron levemente, los gatos empezaron a maullar y a correr por toda la casa, entonces me asusté, cerré los ojos y la ví a ella. Era más bajita que yo, de cabello castaño, senos grandes, piel clara y muchas pecas.
-Ya nos enredaron... - Me dijo.
Al abrir los ojos mis tres gatos estaban en mi cama, con las patas delanteras contra la ventana, mirando hacia afuera, concentrados. Me quedé mirándolos hasta que decidieron recostarse y dormir junto a mí al salir el sol.
Me dije que olvidaría esa noche, porque he olvidado todas las cosas raras que me pasaban de pequeño y que mi madre recuerda.
Y sí, eventualmente lo olvidé... hasta que conocí a Rebeca.
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